Hace unos días salió una
noticia publicada en la prensa, que provenía de un post en Facebook publicado
por la policía de Roma. Corrió como la pólvora y fue objeto de infinidad de comentarios
en las redes sociales y de la que se
hizo eco la prensa, posteriormente. La noticia es una muestra palpable de la soledad
e incomunicación en la que se vive en la sociedad actual, especialmente las
personas mayores, lo que es un problema a nivel mundial, sobre todo en las grandes
ciudades.
La noticia era la siguiente:
La policía de Roma comunicaba que dos agentes se habían
desplazado en un día indeterminado de la semana del 8 al 14 de agosto, a un
domicilio en la zona de Appio, por haber recibido una llamada de unos vecinos
que escucharon gritos y llantos que provenían de la casa habitada por dos
ancianos, Jole, de 84 años, y su marido, Michele, de 94.
Los policías acudieron ante el temor de que la
pareja de ancianos habieran sido víctimas de la delincuencia, pero el matrimonio
les informó que lloraban porque les había emocionado ver historias tristes en
las noticias. Además, la pareja que lleva 70 años casada afirmó que no habían
tenido visitas durante mucho tiempo y se sentían profundamente solos.
Los agentes de policía se
conmovieron ante la situación de desamparo de la anciana pareja y, después de
pedirles permiso para buscar en la despensa, les prepararon un sencillo plato de pasta
mientras esperaban a que llegara una ambulancia para que examinaran el estado
de salud del matrimonio y, mientras los ancianos comían, estuvieron charlando
con ellos.
La soledad en la que vivía
el matrimonio se vio aumentada por la salida de vacaciones de los vecinos o
conocidos, lo que pudo más sobre su estado de ánimo y los llevó hasta la
desesperación que se manifestó en las lágrimas que derramaban de angustia y
soledad. No habían sido víctimas de una estafa, ni de la violencia ajena, solo
era la soledad y la falta de calor humano que notaban a su alrededor las que
les llevaron hasta la más absoluta desesperación y les hizo llorar tan fuerte
que los vecinos que los oyeron creyeron que eran víctimas de algún tipo de
agresión.
La sola compañía de los
agentes y el gesto cariñoso de prepararles un sencillo plato de pasta les calmó
porque encontraron en ellos la compañía, la atención y el calor humano que
echaban en falta. Hay que desear que su soledad se haya visto arropada, a
partir de ahora, por una mayor atención de los servicios sociales y de sus
propios vecinos, además de sus posibles familiares, al conocer esta historia de
soledad y desamparo.
Las redes sociales se
hicieron eco y les llovieron a los ancianos palabras de consuelo y ofertas de
amistad, lo que está muy bien, pero no resuelve nada la compañía a distancia a unas
personas que, por edad, no tendrán acceso a internet ni interés por las nuevas
tecnologías.
Estos gestos altruistas de
apoyo y solidaridad son encomiables y deseables, pero olvidamos, muchas veces,
que, además de las noticias tan emotivas como esta que aparecen en las redes sociales
y en la prensa, a nuestro lado existen personas de carne y hueso, con nombre, apellidos y rostro, al que vemos con mayor o menor frecuencia, que esconden
igual soledad, angustia y desvalimiento, aunque pasan desapercibidas porque sus
casos no salen en los medios de comunicación y, por tanto, no ejercen la
atracción que suscita todo lo que es publicado y, por ello, notorio y
conocido.
Esos otros casos reales que
están cerca son los que nos deberían preocupar por ser los únicos en los que
podríamos participar directamente para ayudar en lo posible, nos pasan
desapercibidos porque no nos interesan las vidas ajenas, las cercanas y, por lo
tanto, poco interesantes en su cercanía, en su cotidianidad. Carecen
del marchamo de noticia que tienen los otros casos similares que aparecen en la
prensa y en las redes sociales, creando expectación, interés y solidaridad.
Pero habría que preguntarse
si son las personas que encarnan dichas noticias y sus problemas los que en
realidad interesan y preocupan, o es el medio en el que se transmite la noticia
y la consecuente notoriedad que le otorga -como en el caso del matrimonio
italiano-, el que suscita el interés, más mediático que humano, porque lo que
interesa es estar "allí" donde se produce la noticia y esta salta a
los diversos medios de comunicación, entre los que destaca internet y su
reclamo para quienes buscan ser parte integrante de las noticias por eso de "los
diez minutos de gloria que todo ser
humano debe tener en su vida", como afirmaba Andy Warhol
No nos engañemos con esta
solidaridad a distancia y mediática. Los ancianos protagonistas de esta noticia
tenían vecinos, conocidos, algún familiar más o menos lejano, y a ninguno le
importó lo más mínimo su soledad, su angustia y su desamparo. Sólo cuando salió
la noticia y se hizo viral, entonces cayeron en la cuenta de que eran los
mismos ancianos a los que veían salir a hacer la compra, darse un paseo o,
simplemente, no salir nunca de casa, lo cual es mucho más preocupante. Si no
hubieran sido noticia los dos hubieran muerto de esa soledad y desesperación
que sufrían porque, al no salir en los medios, no eran de ningún interés para
quienes les debieron dar su compañía, apoyo y comprensión mucho antes de que
tuviera que ir la policía ante su llanto desgarrador que alertó a los vecinos.
Ninguno de ellos fue tampoco a ver qué les pasaba, sólo llamaron a la policía
por eso de no "meterse en problemas".
En Madrid viven 400.000
ancianos solos, muchos de ellos aparecen en las noticias cuando ya es demasiado
tarde porque los vecinos llaman a la policía por el mal olor que sale del piso
del anciano/a o, bien, porque no lo ven desde hace mucho tiempo, lo que es
menos usual en cuanto al número de llamadas, pero igual de preocupante. Cuando
llegan los servicios sociales el anciano está muerto desde hace días, semanas
e, incluso, meses. La llamada debió haberse hecho antes a la puerta o al
teléfono del anciano para preguntarle si se encontraba bien o necesitaba algo.
Sólo cuando ya es demasiado tarde surge la solidaridad, la preocupación por el
otro, por el vecino al que ni siquiera se conoce y que, por eso mismo, puede
estar muriéndose de enfermedad, pero, también y sobre todo, de soledad,
angustia y desesperación, porque sabe que no importa a nadie y que nadie vendrá
a tenderle una mano, ofrecerle apoyo,
compañía o el afecto que necesita.
Siempre se justifica la
indiferencia de unos con otros, especialmente en las grandes urbes donde nadie
se conoce, por el respeto a la intimidad y privacidad ajenas, decimos. No nos
engañemos, lo único que nos mueve a esa indiferencia, lejanía y desinterés, es
nuestro propio egoísmo y el deseo de que los problemas ajenos no nos salpiquen
porque ya tenemos bastante con los propios. Como dice el refrán "ojo que
no ve, corazón que no siente", por eso vamos ciegos, sordos y mudos ante
el sufrimiento ajeno, ante la soledad del otro, ante su fragilidad humana que,
olvidamos, es la nuestra y esa misma vulnerabilidad nos puede poner más
tarde, cuando menos lo esperemos, en la misma situación de esos dos ancianos
que lloraban de soledad y tuvieron que salir en la prensa y en las redes sociales
para que supiéramos que existen y que necesitaban calor humano y compañía. Lo
mismo que necesitan millones de seres anónimos que, por eso mismo, nadie ve, ni
escucha ni apoya.
Para recibir atención,
apoyo, compañía y afecto hay que salir en los medios de comunicación. Si no es
así, somos invisibles para los demás, esos que se vuelcan con los que sufren en
otra parte del mundo por lejana que sea, pero se les olvida el vecino, el
conocido, el familiar cercano o lejano que, por no ser noticia, no cuenta, no
existe y a nadie importa.